Bueno, ya hace un rato que este blog estuvo abandonado. Prometo intentar (qué ambigüedad: prometo que intento) que haya más actividad de ahora en adelante.
Vamos a lo que nos gusta: surfear. Estuve ocho días en Lanzarote, una de las islas Canarias, de las que mejores olas tiene, no sólo de este grupo de islas, sino de todo Europa, por algo le dicen el Hawaii europeo. Es la tercera vez que voy, y todavía no me cuadra una semana como la gente, con olas buenas todos los días.
Esta vez hubo un solo día realmente de calidad mundial, y fue el tercero. Los dos primeros días llovía a cántaros, vamos, parecía que tiraban jarras de agua y con viento, además. La verdad es que este viaje me lo tomé tan relajadamente que casi no me importaba no surfear, así que en esas primeras 48 horas hubo una sesión en la caleta de Famara el segundo día y nada más. Para los que no conocen Lanzarote, Famara es un pueblito que queda al noreste de la isla, y que tiene una playa muy larga que siempre tiene alguna ola que ofrecer, son picos de beachbreak de calidad mas bien estándar, pero siempre se puede surfear, y ya sabemos que entre entrar y no entrar, mejor entrar. ¿No? ¡Sí peee!
El tercer día desperté temprano. El viento seguía fuerte, pero con dirección perfecta para San Juan, una de las mejores olas de la isla. Para allá fui (coche alquilado, 15 euros por día, en Orcar, lo recomiendo). Me esperaba un espectáculo: viento totalmente offshore, y series de olas perfectas, todas con tubo. ¡Todas! Cinco coches en la playa, siete personas en el agua. Miré: todos los coches de alquiler, ¡buena señal! Los locales no habían madrugado (nunca lo hacen, así que ya saben, si vienen, a primera hora podrán surfear). Al agua corriendo, no habían pasado ni 30 segundos en el point y me viene un tubazo con nombre y apellido: "¡Eduardo Salazar, DNI tal, acá esta su ola, vaya!" De frente al tubo, con una sonrisa desde el drop que me duraría todo el día. Regreso remando, a tiempo para ver cómo venía la gente en su respectivo tubo. ¡Felicidad! Al rato empezaron a llegar los locals, bueno, tanta perfección no es posible (¿o sí? Ya veremos...). Igualmente tener la oportunidad de ver cómo esta gente que conoce la ola como la palma de su mano se tiraba de contrapico y se metía tubos imposibles es alucinante, y una buena lección de cómo es posible encarar esta ola. En resumen, lo que ya sabía: que San Juan en su día es de calidad mundial.
Los demás días ya el viento se puso feo para toda la isla, bajó el mar, e hice lo que para un surfer es casi una novedad: conocer el sitio donde está uno. El que surfea lo sabe y entiende: viajamos por todo el mundo y llevamos puestas unas...-estas cosas que llevan los caballos de carrera para mirar solo hacia adelante, el que se acuerde que me lo diga por favor- bueno, eso, y nos perdemos, la mayoría de las veces, de la magia de los lugares que visitamos. Esta vez hice un esfuerzo y recorrí el norte de la isla que, al haber llovido, estaba preciosa. Todo verde, germinando esas plantitas que durarán un suspiro, pero que nos dan una lección de que, por más breve que sea, la vida vale la pena ser vivida. Una verdadera belleza que recomiendo visitar, y advierto que un día no alcanza. Isla será, pero ya verán que es grande.
Y bueno, tres días antes de irme visité La Graciosa, pequeña isla que está al noroeste de Lanzarote. 29 kilómetros cuadrados, menos de 700 habitantes y que, al ser una Reserva de la Biósfera, no admite coches (sólo los que ya viven ahí pueden tenerlo). Hay que cruzar en ferry y caminar. ¿Para qué? Para buscar olas, claro. Olas de mucha calidad, y nadie en el agua. Tuve la suerte de encontrar una cuyo nombre me reservo (no es un gran secreto, pero algún mérito tiene que tener el que va a buscarla). Izquierda perfecta, en un ambiente natural bellísimo, agua transparente (tanto que se ve el arrecife con muy poca agua cubriendo) y nadie más en el agua. Estaba muy justo, así que sólo pude correr cuatro olitas, pero suficiente regalo. La visión de la bajada, cómo se enrolla la ola y cómo va pasando el reef bajo tus pies no tiene precio.
El resto del viaje fue compartir con los buenos amigos que hay allá, comer bien y reencantarme con un lugar al que sé que volveré una y otra vez. Hasta la próxima.
NOTA: Lo de los caballos se llama anteojeras, ya me acordé. Mi memoria va en declive (pero sólo mi memoria ;) ).
martes, 1 de febrero de 2011
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