5.30am...madrugada de sábado. Terminaba una noche de juerga limeña con amigos del colegio cuando uno de ellos recibe una llamada a su celular que le cambió la cara en un instante. -Me tengo que ir, dice Feni. Ha habido terremoto en Chile y han dado alerta de tsunami en toda la costa del Pacífico. Mi familia está en la playa...Todos pensábamos que exageraba: Lima queda a más de 3.500 kilómetros al norte del epicentro, pero lo dejamos ir y poco después lo hicimos nosotros también.
El terremoto ocurrió en el mar frente a Concepción, más de 600 kilómetros al sur de Santiago. Gran parte de mi familia vive en esta última ciudad y, sin saber todavía la magnitud, pensé que estaban a salvo. Sólo al llegar a casa me di cuenta cabal de lo que pasaba. Mis primas me estaban esperando despiertas y preocupadas por las noticias que ya estaban en todos los canales: 8,8 grados en la escala de Ritcher. Acostumbrados como estamos los peruanos (y más aun los chilenos) a estos fenómenos, esta cifra me dio miedo. Nunca había escuchado hablar de un terremoto tan fuerte. Más de 8 grados en esa escala implica destrucción masiva.
Intenté llamar a mi madre infructuosamente y, finalmente, pude hablar con mi hermano en Chile, que me tranquilizó diciéndome que todos estaban bien pero que el terremoto había sido realmente fuerte. En ese momento ni él, viviendo allá, se daba cuenta de las reales implicancias del desastre. Sólo con el correr de las horas fuimos apreciando la dimensión de lo ocurrido. Las cifras de víctimas aumentaban minuto a minuto: primero 70, luego 170, 220, 500, 780...lo que se mostraba en la tele era terrible. Después del terremoto hubo tsunami en varias localidades del sur de Chile y pueblos enteros fueron arrasados. Lo único que evitó más muertes es la cultura telúrica de los chilenos, acostumbrados a los terremotos y conscientes, por su cercanía al mar, que después de un terremoto hay que huir a las alturas. Así se salvaron muchas vidas, corriendo hacia los cerros llevando sólo lo mínimo: agua, algo de abrigo, y nada más.
La llegada de la noche trajo los primeros saqueos. Los negocios estuvieron cerrados todo el día porque los servicios eléctricos, las comunicaciones, el alcantarillado, todo fallaba. Sin embargo, los afectados necesitaban agua, víveres, combustible, y no había dónde conseguirlos. Al saqueo siguió el pillaje en varias ciudades de Chile. Vi las imágenes y por primera vez comprendí a la gente que roba: yo hubiera hecho lo mismo. Mujeres con hijos que alimentar, hombres, viejos, niños: los saqueadores eran -en su gran mayoría- gente desesperada, que lo habían perdido todo y con bocas que alimentar. Se llevaban desde alimentos hasta frazadas (y claro, algunos aprovechaban el pánico y se llevaban televisores, lavadoras...).
Pero no sólo vimos pillaje. Mucha gente mostró de qué tela están hechos los chilenos. En los ojos de esa gente de raza fuerte se veía no sólo desolación, pena, desesperación. También decisión, determinación y entereza. El país ya está, dentro de la destrucción y el caos, empezando a ordenarse y a retomar, dentro de lo que se puede, las rutinas que hacen que todo funcione. La emergencia durará todavía mucho, pero ese pueblo no se va a entregar a lamentarse, eso es seguro.
Por facebook pude contactarme, poco a poco, con el resto de mis familiares. Tíos, tías, primos, todos aparecimos y nos tranquilizamos unos a otros. En Lima, las noticias sobre Chile no cesan, la cobertura es muy amplia y estamos bastante bien informados. Los efectos del terremoto se han sentido más que nada en el mar. En varios puntos de la costa peruana el mar se retiró y luego volvió a ocupar su lugar, en algunos casos entrando muchos metros tierra adentro pero no en forma violenta y sin causar apenas daños.
Me toca viajar a Chile el miércoles. Iba a viajar el lunes pero el aeropuerto no está aún habilitado. Agradezco no haber tenido que vivir la angustia del terremoto in situ. Me salvé por dos días. Una de mis sobrinas se salvó de milagro. La noche del terremoto iba a ir a una discoteca en Llolleo (en la costa), su amiga no quiso y se quedaron en casa. Esa noche murieron varios de sus amigos en la última fiesta del verano, dos mil personas abarrotaban el lugar. Pobrecita. Pobre Chile.
domingo, 28 de febrero de 2010
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Ya estás en Chile, querido Nano, y puedes ver con tus propios ojos lo ocurrido en ese pais. Sólo nos resta levantarnos, ser solidarios y trabajar duro para salir adelante. Escribes muy bien, no te lo he dicho antes, no?...Ahhh...y gracias por leerme. Besitos
ResponderEliminarLo he visto, ¡y además lo he vivido! Ayer me tocó temblar a mí en Pichilemu...Gracias por tu piropo, aunque pienso que tú lo haces mucho mejor que yo :-)
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